domingo, 4 de agosto de 2013

La Previa, esta vez, por Marcelo Rey (¡qué lujo!)

Una Noche en Globo

“Mientras el corazón lata, mientras la carne palpite, no me explico que un ser dotado de voluntad se deje dominar por la desesperación”
Julio Verne


“¿Y si vamos a la cancha a ver a Huracán, papá?
Está jugando bien, si gana el partido a San Martín de San Juan, tiene muchas chances de volver a primera.”

Así, después de un letargo de 3 décadas largas, una fría noche de junio de 2007 volví a pisar la platea del Palacio, al que había llegado por primera vez de la mano de mi abuelo, Don Serafín, allá por el año 72.

En un ping-pong de preguntas y respuestas, relatos y recuerdos, bajamos del bondi con Juan, -mi hijo- y comenzamos la nocturna peregrinación por Luna, rodeados de una enérgica y sonora marea humana. Al llegar a la plaza de la esquina con Los Patos, fijo la vista en dirección a un paredón, encandilado por un enorme e inconfundible Globo.
Cuando me acerco a él, tropiezo con un tensor. Logro evitar la caída apoyando mis manos en el borde del canasto. Pero se me suelta el cable a tierra.

Las imágenes y sonidos que percibo comienzan a confundirse con flashes cada vez más reales de multitudes fervientes y entusiastas, con devoción religiosa de domingos plagados de oraciones petitorias para lograr el campeonato, y de acción de gracias por el buen fútbol, con rítmicos cantos acompañados de bombos y aplausos, himnos cuasi letanías o salmos, repetidos infinidad de veces, antes, durante y después de los partidos, manifestando el apoyo, el aliento y la alegría de la hinchada, que también se sintió protagonista de los maravillosos logros de Huracán de los ’70, cuando el Tomás A. Ducó era la Meca del fútbol.
El globo comienza a ascender. Demasiado alto para soltarme. Rezo y prometo.
Mientras trato de hacer pie en algún hueco, escucho el golpeteo del cabo contra la base de la barquilla al balancearse. Los pliegues de la bolsa aplauden el aire unos metros encima mío, unos metros debajo de Dios.

Zigzagueando entre vallas y controles, finalmente entramos por el corredor, y desembocamos en el lateral de la Alcorta, aunque esta vez  de noche. Giro mi cabeza a la izquierda y en diagonal hacia arriba, buscando la ventana de transmisión de José María Muñoz, esperando que al reconocer al gigante de 1,95 m de traje marrón que llevaba la Spica en mano, dijera una vez más: “Allá vá don Serafín Rey” …
Miro un poco más arriba, donde más de una vez el abuelo me señaló: “¿Ves ese que está ahí sentado? Ese es Ringo Bonavena.”
Consigo treparme y volcarme dentro de la barquilla con una voltereta. Aún respiro agitadamente.

Silencio de radio.
Butaca vacía.
Logro recuperar mi serenidad. La Luna mecía silenciosamente al globo en lo alto del firmamento.

Comenzamos ilusamente el ascenso, hasta que trabados los pies en un suelo cada vez más escaso, y lejos aún del objetivo, percibimos la incontable cantidad de vestimentas, banderas e insignias Quemeras ondulantes que cubrían sobradamente los asientos de platea que prometían nuestros boletos.
Ráfaga cruzada repentina, sacudón, me sostengo del borde de la barquilla.

Tambaleando entre permisos, rodillas y espaldas, subimos y bajamos algunos escalones, hasta acomodarnos en el peldaño libre más cercano.
Me quedo en cuclillas, esperando que regrese la calma.

Respiro hondo. Pendulo mi cabeza una y otra vez. Mientras contemplo el cuadrilátero verde desde esa altura, un lejano “¡Dale Campeón!, ¡Dale Campeón!” es evocado en mi mente.
Suave ascenso, me animo a asomarme nuevamente al borde y mirar hacia abajo.

Aunque los mismos chillones parlantes estuviesen reclamando mi atención para el preámbulo huracanense, Leo Díaz me perdona que yo repase de memoria y sin errores la formación en líneas encabezada por Roganti, o la entonada en rimas por Rodolfo Zapata en un gastado simple, rodado miles de veces, y ahora una más, en una noche de maravillas, que arranca con un vibrante “Cantemos todos, con alegría, Parque Patricios de fiesta está, porque hay un grito en los corazones, arriba Globo, ¡Dale Huracán!
Quemadores a toda máquina, rumbo a la estratosfera  Me siento y miro la Luna cada vez más grande.

De pronto, un insistente  “¡Marcelo! ¡Marcelo!” quiere perforar mi himno huracanense.
No es verdad, no puede ser para mí.
“Es la de Babington y Brindisi, la de Larrosa y de Houseman ….”
 “… y Masantonio, allá en el cielo, está aplaudiendo a Roque Avallay”
Las estrellas brillan como hace mucho no lo hacían.

“¡¡Marcelo!!”, nuevamente más fuerte.
Tantos Marcelos, nadie va a llamar a este, que hace más de 35 años no pisa el mismo cemento, no ve con sus propios ojos la “H” roja de la Miravé.
Otra ráfaga, esta vez de aire descendente, afloja y tensa las cuerdas alternativamente, bambolea la canasta; me siento y apoyo mi espalda contra el mimbre.

Miro dos escalones hacia abajo a la derecha, y mis ojos divisan la cara de Ariel, un compañero de laburo, poco más grande que mi hijo. Nos fundimos en un abrazo Quemero.
Los tubos siguen vomitando fuego, pero la gravedad se empecina en querer ganar la batalla. Los edificios se agrandan.

Sigo contemplando el estadio, su torre, la gente. Nada ha cambiado.
Las instalaciones con el mismo aspecto sesentoso de entonces.
Hombres, mujeres, ancianos, adultos, jóvenes, chicos y chicas, padres e hijos, familias enteras en tribunas y plateas.
Los mecheros se van apagando, no hay caso en oponer resistencia, prefiero un descenso suave.

Se calla la Voz del Estadio. Entran las 11 estrellas de hoy, y explotan las “voces del estadio” explotan en el mismo unísono ¡¡Huracán!! ¡¡Huracán!! ¡¡Huracán!! de siempre. El enorme Telón rojiblanco se despliega pasando de mano en mano, y flamea al vigoroso ritmo que los pulmones permiten hasta que el aire se acabe.
La aguja de la torre casi enhebra mi aerostato. La canasta toca tierra justo en el círculo central del estadio repleto y el globo se recuesta jadeante sobre el césped.

En fila se saludan los jugadores. Se sortea el puntapié inicial, mientras los actores se reparten en el campo de juego, y varios gritos de ¡Vamos Huracán! repican a diestra y siniestra. Se levanta el Telón. La Bonavena también se dispone a protagonizar la obra.
Dejo la barquilla de un salto, recojo la envoltura desparramada, y la guardo en la canasta. Camino por la línea central hacia la Alcorta. Alzo la vista, y diviso a Ringo en la platea saludando a mi hijo con su mano en alto. Un poco más abajo, a José María Muñoz, con sus auriculares y micrófono en la cabina de transmisión, que en ese momento se abre y deja escuchar por los altoparlantes su “Allá vá don Serafín Rey”, quien le responde con una venia, mientras arrastra interminablemente sus pies en un recto ir y venir, a lo largo del alambrado.  
Un agudo silbato me expulsa del campo de juego a la platea.

Despierto de mi letargo con renovada ilusión.
Ahora sí, puede empezar el partido.


Marcelo Rey, para Revolución Quemera