Una Noche en Globo
“Mientras el corazón lata,
mientras la carne palpite, no me explico que un ser dotado de voluntad se deje
dominar por la desesperación”
Julio Verne
“¿Y si vamos a la cancha a ver a Huracán, papá?
Está jugando bien, si gana el partido a San
Martín de San Juan, tiene muchas chances de volver a primera.”
Así, después
de un letargo de 3 décadas largas, una fría noche de junio de 2007 volví a
pisar la platea del Palacio, al que había llegado por primera vez de la mano de
mi abuelo, Don Serafín, allá por el año 72.
En un ping-pong
de preguntas y respuestas, relatos y recuerdos, bajamos del bondi con Juan, -mi hijo- y comenzamos
la nocturna peregrinación por Luna, rodeados de una enérgica y sonora marea
humana. Al llegar a la plaza de la esquina con Los Patos, fijo la vista en dirección
a un paredón, encandilado por un enorme e inconfundible Globo.
Cuando me acerco a él, tropiezo con
un tensor. Logro evitar la caída apoyando mis manos en el borde del canasto.
Pero se me suelta el cable a tierra.
Las
imágenes y sonidos que percibo comienzan a confundirse con flashes cada vez más
reales de multitudes fervientes y entusiastas, con devoción religiosa de
domingos plagados de oraciones petitorias para lograr el campeonato, y de
acción de gracias por el buen fútbol, con rítmicos cantos acompañados de bombos
y aplausos, himnos cuasi letanías o salmos, repetidos infinidad de veces,
antes, durante y después de los partidos, manifestando el apoyo, el aliento y
la alegría de la hinchada, que también se sintió protagonista de los
maravillosos logros de Huracán de los ’70, cuando el Tomás A. Ducó era la Meca
del fútbol.
El globo comienza a ascender. Demasiado
alto para soltarme. Rezo y prometo.
Mientras trato de hacer pie en algún
hueco, escucho el golpeteo del cabo contra la base de la barquilla al
balancearse. Los pliegues de la bolsa aplauden el aire unos metros encima mío,
unos metros debajo de Dios.
Zigzagueando
entre vallas y controles, finalmente entramos por el corredor, y desembocamos
en el lateral de la Alcorta, aunque esta vez de noche. Giro mi cabeza a la izquierda y en
diagonal hacia arriba, buscando la ventana de transmisión de José María Muñoz,
esperando que al reconocer al gigante de 1,95 m de traje marrón que llevaba la
Spica en mano, dijera una vez más: “Allá vá don Serafín Rey” …
Miro un
poco más arriba, donde más de una vez el abuelo me señaló: “¿Ves ese que está
ahí sentado? Ese es Ringo Bonavena.”
Consigo treparme y volcarme dentro de
la barquilla con una voltereta. Aún respiro agitadamente.
Silencio de
radio.
Butaca
vacía.
Logro recuperar mi serenidad. La Luna
mecía silenciosamente al globo en lo alto del firmamento.
Comenzamos
ilusamente el ascenso, hasta que trabados los pies en un suelo cada vez más
escaso, y lejos aún del objetivo, percibimos la incontable cantidad de
vestimentas, banderas e insignias Quemeras ondulantes que cubrían sobradamente
los asientos de platea que prometían nuestros boletos.
Ráfaga cruzada repentina, sacudón, me
sostengo del borde de la barquilla.
Tambaleando
entre permisos, rodillas y espaldas, subimos y bajamos algunos escalones, hasta
acomodarnos en el peldaño libre más cercano.
Me quedo en cuclillas, esperando que
regrese la calma.
Respiro
hondo. Pendulo mi cabeza una y otra vez. Mientras contemplo el cuadrilátero
verde desde esa altura, un lejano “¡Dale Campeón!, ¡Dale Campeón!” es evocado en
mi mente.
Suave ascenso, me animo a asomarme
nuevamente al borde y mirar hacia abajo.
Aunque los
mismos chillones parlantes estuviesen reclamando mi atención para el preámbulo
huracanense, Leo Díaz me perdona que yo repase de memoria y sin errores la
formación en líneas encabezada por Roganti, o la entonada en rimas por Rodolfo
Zapata en un gastado simple, rodado miles de veces, y ahora una más, en una
noche de maravillas, que arranca con un vibrante “Cantemos todos, con alegría,
Parque Patricios de fiesta está, porque hay un grito en los corazones, arriba
Globo, ¡Dale Huracán!”
Quemadores a toda máquina, rumbo a la estratosfera Me siento y miro la Luna cada vez más grande.
De pronto, un
insistente “¡Marcelo! ¡Marcelo!” quiere
perforar mi himno huracanense.
No es
verdad, no puede ser para mí.
“Es la de
Babington y Brindisi, la de Larrosa y de Houseman ….”
“… y Masantonio, allá en el cielo, está
aplaudiendo a Roque Avallay”
Las estrellas brillan como hace mucho
no lo hacían.
“¡¡Marcelo!!”,
nuevamente más fuerte.
Tantos
Marcelos, nadie va a llamar a este, que hace más de 35 años no pisa el mismo cemento,
no ve con sus propios ojos la “H” roja de la Miravé.
Otra ráfaga, esta vez de aire
descendente, afloja y tensa las cuerdas alternativamente, bambolea la canasta; me siento y apoyo mi espalda contra el
mimbre.
Miro dos
escalones hacia abajo a la derecha, y mis ojos divisan la cara de Ariel, un
compañero de laburo, poco más grande
que mi hijo. Nos fundimos en un abrazo Quemero.
Los tubos siguen vomitando fuego, pero
la gravedad se empecina en querer ganar la batalla. Los edificios se agrandan.
Sigo
contemplando el estadio, su torre, la gente. Nada ha cambiado.
Las
instalaciones con el mismo aspecto sesentoso de entonces.
Hombres,
mujeres, ancianos, adultos, jóvenes, chicos y chicas, padres e hijos, familias
enteras en tribunas y plateas.
Los mecheros se van apagando, no hay
caso en oponer resistencia, prefiero un descenso suave.
Se calla la
Voz del Estadio. Entran las 11 estrellas de hoy, y explotan las “voces del
estadio” explotan en el mismo unísono ¡¡Huracán!! ¡¡Huracán!! ¡¡Huracán!! de
siempre. El enorme Telón rojiblanco se despliega pasando de mano en mano, y
flamea al vigoroso ritmo que los pulmones permiten hasta que el aire se acabe.
La aguja de la torre casi enhebra mi
aerostato. La canasta toca tierra justo en el círculo central del estadio
repleto y el globo se recuesta jadeante sobre el césped.
En fila se
saludan los jugadores. Se sortea el puntapié inicial, mientras los actores se
reparten en el campo de juego, y varios gritos de ¡Vamos Huracán! repican a
diestra y siniestra. Se levanta el Telón. La Bonavena también se dispone a
protagonizar la obra.
Dejo la barquilla de un salto, recojo
la envoltura desparramada, y la guardo en la canasta. Camino por la línea
central hacia la Alcorta. Alzo la vista, y diviso a Ringo en la platea
saludando a mi hijo con su mano en alto. Un poco más abajo, a José María Muñoz,
con sus auriculares y micrófono en la cabina de transmisión, que en ese momento
se abre y deja escuchar por los altoparlantes su “Allá vá don Serafín Rey”, quien
le responde con una venia, mientras arrastra interminablemente sus pies en un
recto ir y venir, a lo largo del alambrado.
Un agudo silbato me expulsa del campo
de juego a la platea.
Despierto
de mi letargo con renovada ilusión.
Ahora sí, puede
empezar el partido.
Marcelo
Rey, para Revolución Quemera