Comenzó su
caminata por Colonia reviviendo aquella
vieja promesa de “no me olvides” que
nunca tuvo el valor de hacerle. El sol se hacía notar en los cielos del sur,
por lo que el tenor rojo de sus ojos bien podía ser fruto de una inadecuada
protección. En su interior sabía que nada estaba más lejos de la realidad.
Hoy
era su día. Sabía que muchos, muchos otros estarían en su misma situación, pero
él confiaba ciegamente en su valor agregado que lo hacía distintivo, diferente,
único. No terminaba de entender bien qué era, ni creía que nadie pudiera
explicarlo…era como un don que le había sido otorgado por vaya uno a saber
quién. El caso es que esa reflexión le llevó menos de media calle, porque casi
al terminar de cruzar Caseros ya estaba pensando nuevamente en ella.
Tenía
todo lo que un hombre querría, o por lo menos, lo que él querría. El pelo castaño
que le descendía onduladamente hasta los hombros (siempre y cuando no lo
llevara recogido), combinaba de forma asombrosa con sus ojos verdes. Fruto de
su obsesiva devoción había llegado a notar que bajo la pupila derecha tenía una
especie de peca, no creía que ningún otro supiera eso, y constituía una especie
de secreto que mantenía con ella (aunque la susodicha jamás se enterara). Nunca
había llegado a ver más abajo. Suponía que sería esbelta, que aunque no tuviera
nada exuberante le resultaría extremadamente sensual. Por un momento logró
volver de su abstracción y comenzó a reconocer, pese a su aguda miopía, la
silueta del palacio Ducó… “Y encima es de
Huracán” se dijo. Hoy era su día.
Recordó ocasiones pasadas en que la timidez
acabó por desbordarlo. Sabía que era simpático, que tenía un no se qué que solía impactar de forma positiva con todo
el mundo. Pero con ella no podía. Quizás hubiera sido víctima de algún conjuro
inhibitorio, o por ahí se trataba de una terrible paradoja del destino, lo
cierto es que en nunca había logrado
decirle más que las palabras necesarias. No había podido canalizar esa magia que tenía para ofrecer, esa poesía
que sabía dejar fluir libremente por su boca como si los espíritus de Neruda o García Lorca por un momento
poseyeran los rincones más creativos de su mente. Hoy sería distinto. Ya se
imaginaba cautivándola con las más apasionadas aventuras, intrigándola con los
cuentos más misteriosos, deslumbrándola con los finales más inesperados, y,
sobre todo, enamorándola con esa forma tan
suya de hilvanar las palabras. No sabría
si empezar preguntándole el nombre, si realizar algún chiste malo sobre el
presente del club de sus amores, o si hacer alguna ingeniosa mención acerca del
barrio del que ambos eran devotos. No lo sabía y había decidido no planearlo.
En realidad había planeado tantas cosas que no lograba dilucidar cuál le
parecía más eficaz, por lo que ese pequeño porcentaje era el único que había
dejado librado al azar.
Las
cuadras se sucedieron con una velocidad asombrosamente lenta hasta llegar a
Amancio Alcorta. Allí, a solo unos metros, se encontraba también toda esa
caterva de buitres que se acercaría perniciosamente a su amor. Cada vez que
ella sonreía ante las palabras de otro hombre las dudas carcomían sus entrañas.
Comprendía que sus destinos estaban ligados, pero temía que ella todavía no lo
supiera, y que se viera engatusada por las viles intenciones de cualquiera de
sus rivales. Lentamente se fue acercando. El sudor en sus manos corría con una
velocidad directamente proporcional a la cercanía de su amada. Notaba que su
cara estaba tomando un color ligeramente bordó, pero esta vez sería distinto.
De repente todo se volvió gris.
Cuando
volvió en sí, ya a pocos metros de su casa, no lo podía creer. No cabía en sí
mismo de bronca, no lograba encontrar explicaciones racionales para tamaño
fracaso. Recordó con inconmensurable vergüenza que no había sido capaz de
torcer el destino, que cuando la tuvo frente a frente no alcanzó a emitir más
palabras que las de costumbre: “Una
general visitante, por favor”.
Juan Rey, para Revolución Quemera.