Tal vez…quien
te dice…
Ya me habían quebrado la ilusión.
Los reyes magos no existían.
Ya no iría al parque con el abuelo a traer
algo de pasto.
La vieja cacerola de la abuela Josefa no
albergaría el agua para los sedientos caballos con joroba.
Pero el burbujeo del estómago a partir de las
cuatro o cinco de la madrugada se hacía sentir.
La ansiedad por bajar la escalera desde “la
pieza de arriba” – junto a la terraza recién embaldosada- hasta llegar al hall,
donde yacía erguido, aunque con “claros” de adornos (la malaria ya se hacía
sentir), el arbolito navideño era inimaginable.
El mandato familiar sólo permitía verlo a
partir de las siete, pues los niños “debían” dormir al menos ocho o nueve
horas.
Tampoco tenía permiso para acceder al de “plomo”
despintado, el que tenía el bar de Jorgito, el hijo del gallego (o vasco) de la
boina negra.
Allí sólo jugaban los grandes: Cachito,
Sateli, Loreto, el del corralón o Jorge Sapia.
También era cierto que era algo petiso, apenas
llegaba a los barrales que contenían a los
jugadores.
Siete menos cuarto.
No aguanté más.
El verano quemaba pero las sacachispas no tenían
que faltar, las medias bajas y la “escote en v” con el Globo de felpa tampoco.
La caja envuelta en papel de regalo hacía
presagiar lo tan deseado.
Seguro no lo habían dejado los reyes.
Seguro lo había comprado el abuelo en lo del
“sordo”, el juguetero sobre la calle Rioja, frente a lo de Chiche, el
peluquero.
Allí estaba esa caja de madera.
Fondo de chapadur verde con las líneas
demarcatorias.
Cierre perimetral de doce centímetros de alto.
Perforaciones – en sus lados más largos- con
orificios de media pulgada en cuatro oportunidades más o menos equidistantes.
Lo atravesaban varillas – también de madera-
con topes en sus extremos con soportes para asirlos con los dedos.
Se podían trasladar o rotar.
Contenían a mis ídolos.
Todos iguales. Cabezones y algo excedidos de
peso.
El arquero, paradito en su arco. Sobre la raya
y atento. Se lo manejaba con la mano
izquierda.
Después una línea de dos. Los defensores. Que
a veces quedaban mal parados pues eran tres los que atacaban.
Después una línea de cinco que luchaban por la
posesión contra otros cinco rivales.
Pensar que tiempo más tarde iban a ser Houseman,
Brindisi, Avallay, Babington y Larrosa,
en mis relatos interminables emulando al Gordo Muñoz.
Arriba una línea de tres, el rival con el
mismo esquema.
Esfera de madera como pelota… sin molinete… el
rebote vale…y a practicar…a jugar…
Las
camisetas… las del clásico…las que ahora serán patrimonio de la Ciudad.
Las de
Huracán y San Lorenzo.
No era el del bar…
No será como el del maestro Fontanarrosa.
No será el animado –Premio Goya- del talentoso
Campanella.
Pero ya es el mío.
Algo de ilusión me queda.
Ya sé que los Reyes no existen.
Pero son once puntos. Cuatro partidos.
Tal vez agreguen algún camello más…
Tal
vez… quien te dice…
Arq.Marcial Sarrías