El Final…¿El Final?
Tres días. Tres largos días en los que la
lluvia no deja que el sol caliente la capital. El efecto hipnotizante que el
armónico caer del agua ejerce sobre la vista, combinado con el suave retintineo
de los sureños techos de chapa impiden, casi por una cuestión mágica (como si
se generaran por algún medio esotérico unas cuerdas invisibles que retuvieran a
todo ser vivo en su lecho), el abandono del status
quo, del celestial estado de reposo.
Tres días cometiendo en forma totalmente consciente
el controvertido pecado capital de la pereza, tres días en los que la
introspección se convierte en el pasatiempo por excelencia.
El clima estival se retira flameando una hostil
insignia blanca y con su cobarde huída comienzan las nostálgicas añoranzas por el
dulce perfume del azahar. Habrá que esperar que estalle nuevamente la
primavera, que Perséfone regrese junto a Démeter (o Ceres, para los romanos) y florezcan mil
flores.
El acopio de víveres para el invierno ya está
prácticamente concluido, de todas maneras, una paloma blanca como la nieve más
pura de las cumbres cordilleranas más altas, emprende su vuelo.
Esta vez no tiene que recolectar ningún fruto
caído, no debe hurgar con su pico la tierra para llevar al nido lombriz alguna,
ni debe estarse alerta. No. Sus pichones ya pueden valerse por sí solos. Aunque
seguramente la extrañen. Se limita a volar, aún sabiendo que su partida anula toda
posibilidad de regreso. Un último vuelo. Hace 72 horas que lo tiene todo
planificado.
Parte de La Boca, el lugar que la vio nacer. Sobrevuela la
república dejándose impulsar por el viento que supo acariciarla durante
tantos años, recordando sus primeros días, extrañando tantas amistades
(diciéndoles, desde lo profundo de su alma, que el reencuentro estaría por
darse). Antes de cruzar Rivadavia para dirigirse hacia ese norte en el que
concluirá su existir, la hoja de ruta marca que deberá hacer una escala en la
estación Buenos Aires. O más bien, a unos metros. Allí, en la parte más alta de
la antena del Palacio Ducó, se dedicará unos segundos a contemplar, ahora
vacía, esa suerte de carpa circense en la que semana por medio se reunían miles
y miles de voluntades dando un magnífico espectáculo. Tras unos minutos de
absoluta autarquía donde recuerda las más disparatadas acciones cometidas por
los asistentes a dicho escenario, la blanca paloma retoma su vuelo.
Atrás queda todo, ya puede irse en paz. Con una
prestancia y entereza casi divina, con la tranquilidad de quien se sabe
realizado, con sus objetivos cumplidos en vida, comienza ahora a impulsarse
verticalmente. Asciende por sobre las nubes y ve la Tierra cada vez más lejos.
El resplandor es cada vez más fuerte.
Culmina su existencia, o al menos de la forma
en que la conocemos nosotros. Ahora nos cuida a todos desde arriba.
Juan Rey, para
Revolución Quemera.
Esta nota está dedicada a mi abuela, Tita,
QEPD.