domingo, 29 de septiembre de 2013

La Previa, por Juan Rey

El agua ya estaba hirviendo, de todas maneras, Elsa no se apresuró a sacarla. Le gusta dejar la pava unos minutos más sobre la hornalla…claro que todo tiene una explicación lógica: toma el té con tanta leche que de no estar bien caliente, se enfriaría al instante. Mientras, José seguía sin aparecer por la cocina. A ella siempre le costó más dormirse, por lo que necesita su pecho como almohada, pero a él la mañana le resulta un rival difícil de derrotar, y cada vez más duro con el paso del tiempo. Estas causas naturales hicieron  que ella quede encargada de los desayunos. Tanto tiempo juntos, tantos sueños compartidos. Y todos comenzaron en esa misma mesa.
El viejo se hizo presente como de costumbre, cuando Elsa le estaba cortando su café. Es que José no toma té (bah, que no toma es un decir, si es la única alternativa le hace lugar, pero prefiere cafeína para arrancar el día). Tres de azúcar y la cucharita empieza a revolver la amarillenta taza con un despintado, pero distinguible, globo que alguna vez supo ser rojo.
Elsa y José no hablan mucho por la mañana. O, mejor dicho, ya hablaron tanto a lo largo de sus vidas, que con miradas cómplices y sonrisas se entienden. Dejan hablar a la radio, ellos sólo escuchan. En realidad, la que escucha es Elsa. José solo presta atención cuando hablan de Huracán, pero eso no pasa hace tiempo. Sucede que  la política dejó de apasionarlo en su madurez. Retazos apenas quedan de aquel anarquista combativo de mediados de siglo XX devenido en crónico insatisfecho y que hoy por hoy se define como un “agnóstico político: no sé ni me importa”.
            Por un momento, Elsa logra abstraerse de su realidad. Es un ejercicio que suele practicar. Trata de recordar los momentos claves de su vida, e intenta imaginar en qué hubiera devenido su existir si sus decisiones hubieran sido otras, si no hubiera seguido su corazón. A veces se convence de que existen infinitas dimensiones en paralelo, donde se está cumpliendo cada bifurcación del camino, e inmediatamente se alegra de estar en esta, de levantar la vista y ver a José, junto a quien aprendió a caminarlo. Pese a sus ojos arrugados, su piel corroída por el paso de los años, sus manos temblorosas, José sigue teniendo el hombro firme, donde ella sabe que puede apoyarse para seguir andando.
            Esa mañana, Elsa se centró en la tarde en la cual conoció a José. Ella solía ir al parque junto a sus primas, a ver el partido de “football” de los hombres del barrio. Había varios cancheros y cajetillas, que sin lugar a duda ofrecían un excelente futuro para ambas. Además Consuelo ya tenía 20 años y estaba en edad para llevar un pretendiente a su casa. Elsa sabía que era más atractiva que la “solterona”, pero sus candidatos le resultaban todos vacíos. Vacíos de contenido, de ideas. Y en eso estaba pensando cuando se le acercó corriendo un flacuchito despeinado, probablemente uno o dos años menor que ella, con las medias bajas, la camisa de Huracán embarrada y la boina calada. “¡Señorita! ¡Señorita!” la llamó, a lo que ella se dio vuelta. El pibe inmediatamente se puso bordó. No alcanzó a emitir palabra alguna y simplemente extendió su mano alcanzándole, reluciente, el broche que había dejado su cabello unos días atrás para ir a parar al barro del Parque de los Patricios.
            Elsa levantó la vista y vio a José terminando su cortado. Ya no se pone bordó, pero no le caben dudas que la ama con la misma intensidad, o aún más. Observó cómo se quema agarrando la taza por el lado opuesto al Globo (“¿quién soy yo para tapar a Huracán?”le había confesado) y reafirmó su idea que su esposo todavía tiene algo de ese nene.
            La radio seguía hablando sola,  pero esa mañana Elsa tampoco la escuchaba. Ya no decía palabras como Huracán, Menotti, Juárez, Méndez o Masantonio. Esa mañana, Elsa estaba concentrada en la taza sin asa de José. Esa mañana Elsa, en lugar de ver el futuro en las borras de café, vio el pasado en su saquito de té.
Juan Rey, para Revolución Quemera