El día Osvaldo
Era una tarde como cualquier otra, mientras el
sol caía sobre los mágicos empedrados de Parque Patricios, cuando un desafiante
Ringo Bonavena de piedra y una pulcra hermita de Masantonio fueron testigos
privilegiados de la siguiente escena.
El padre y su hijo entran al local
partidario de Caseros al tres mil ciento y tanto, con el corazón lleno de
orgullo y los bolsillos no tan llenos. El amor paternal lleva a realizar un
esfuerzo extraordinario para que el pibe pudiera desayunar todos los días en su
taza del globito. El chico se siente feliz, pero su satisfacción no es total.
No es que la taza sea fea, no, es que hubo otro objeto que logró cautivar sus
ojos y su corazón. Se desvive por jugar todas las tardes con esa pelota de Huracán. El corazón del
viejo se parte a la mitad, el inconmensurable sacrificio realizado es valorado,
sin embargo se siente incapaz de alegrar a su hijo por completo. Se retiran del
local, con el vaso medio lleno y el corazón medio vacío. En ese instante de
desconsuelo sucede lo impensado, una
figura mística se corporiza ante ellos llevando a cabo un acto de tal
desprendimiento y generosidad que quedará grabado en su memoria por el resto de
sus vidas. Un tiempo después, el vendedor confesó que muchas veces había visto
clientes tristes por no poder adquirir determinados artículos, pero jamás había
ocurrido que un desconocido combatiera el desamparo regalándole una pelota a un
niño.
No fue casualidad, no fue un acto aislado.
Cuentan los que lo conocieron que Osvaldo Castro solía disfrazarse de Papá Noel
durante las épocas festivas y repartir regalos en La Quemita a los chicos del
club. Se ve que esa tarde estaba con ganas de despuntar el vicio.
El Papá Noel quemero se escondía
tras una máscara, ya que lo importante no era su rostro sino la alegría de los chicos
al recibir sus caramelos, y año tras año recorría todos los rincones llevando
dulces y carcajadas a los más pequeños.
Pero la obra de Osvaldo no era solo
navideña. El final de su vida transcurrió prácticamente en el campo de deportes
Jorge Newbery, ya sea colaborando con las obras (como cuando construyó el horno
de barro), o bien sacándole sonrisas, charlas y mates a quien quiera que por
allí pasase. Dicen que en cierta ocasión, hablando con una persona mucho mayor
que él, enunció que no hay mejor forma de terminar la vida que haciendo algo
por el club que uno ama.
Siempre quiso que sus cenizas fueran
esparcidas en el Palacio Ducó, y eso es lo que hizo su hijo, Gerardo, cuando
falleció repentinamente a principios de 2013. Dentro de la lógica tristeza,
Gerardo cuenta que se sintió sorprendido y feliz al encontrar un montón de
gente (desconocida para él) que se acercaba a darle su pésame, o que publicaba
fotos en las redes sociales junto a él, a modo de recordatorio eterno de su
infinito agradecimiento. Todos recuerdan a Osvaldo como alguien que supo
transmitir alegría, y esa es la herencia más bonita que cualquier padre puede
legar.
Esta es una más de las historias que
hacen que el nuestro sea más que un club de fútbol, que sea un hermoso legado
familiar, que venga con la genética y que nuestros arrogantes corazones bombeen
sangre por la cual corren globos, en lugar de glóbulos. Que se nos ponga la
piel de gallina al recordar que aprendimos a caminar yendo al Palacio de la
mano de nuestros viejos, o también que recordemos que el globo, por su
condición de grande, siempre va a dejarnos expectantes hasta el final, pudiendo
torcer la historia con un vuelco repentino, como a Gerardo cuando en el
velatorio de su viejo se le presentó un pibe mostrándole orgulloso una pelota
de Huracán.
Ese chico no festejaba Navidad, el
día más alucinante de su vida fue el que consiguió la pelota, el día Osvaldo.
Juan Rey, para Revolución Quemera.