viernes, 9 de mayo de 2014

La Previa de Huracán-Banfield, por #JuanRey

El día Osvaldo

Era una tarde como cualquier otra, mientras el sol caía sobre los mágicos empedrados de Parque Patricios, cuando un desafiante Ringo Bonavena de piedra y una pulcra hermita de Masantonio fueron testigos privilegiados de la siguiente escena.
            El padre y su hijo entran al local partidario de Caseros al tres mil ciento y tanto, con el corazón lleno de orgullo y los bolsillos no tan llenos. El amor paternal lleva a realizar un esfuerzo extraordinario para que el pibe pudiera desayunar todos los días en su taza del globito. El chico se siente feliz, pero su satisfacción no es total. No es que la taza sea fea, no, es que hubo otro objeto que logró cautivar sus ojos y su corazón. Se desvive por jugar todas las tardes con esa pelota de Huracán. El corazón del viejo se parte a la mitad, el inconmensurable sacrificio realizado es valorado, sin embargo se siente incapaz de alegrar a su hijo por completo. Se retiran del local, con el vaso medio lleno y el corazón medio vacío. En ese instante de desconsuelo sucede lo impensado,  una figura mística se corporiza ante ellos llevando a cabo un acto de tal desprendimiento y generosidad que quedará grabado en su memoria por el resto de sus vidas. Un tiempo después, el vendedor confesó que muchas veces había visto clientes tristes por no poder adquirir determinados artículos, pero jamás había ocurrido que un desconocido combatiera el desamparo regalándole una pelota a un niño.
             No fue casualidad, no fue un acto aislado. Cuentan los que lo conocieron que Osvaldo Castro solía disfrazarse de Papá Noel durante las épocas festivas y repartir regalos en La Quemita a los chicos del club. Se ve que esa tarde estaba con ganas de despuntar el vicio.
            El Papá Noel quemero se escondía tras una máscara, ya que lo importante no era su rostro sino la alegría de los chicos al recibir sus caramelos, y año tras año recorría todos los rincones llevando dulces y carcajadas a los más pequeños.
            Pero la obra de Osvaldo no era solo navideña. El final de su vida transcurrió prácticamente en el campo de deportes Jorge Newbery, ya sea colaborando con las obras (como cuando construyó el horno de barro), o bien sacándole sonrisas, charlas y mates a quien quiera que por allí pasase. Dicen que en cierta ocasión, hablando con una persona mucho mayor que él, enunció que no hay mejor forma de terminar la vida que haciendo algo por el club que uno ama.
            Siempre quiso que sus cenizas fueran esparcidas en el Palacio Ducó, y eso es lo que hizo su hijo, Gerardo, cuando falleció repentinamente a principios de 2013. Dentro de la lógica tristeza, Gerardo cuenta que se sintió sorprendido y feliz al encontrar un montón de gente (desconocida para él) que se acercaba a darle su pésame, o que publicaba fotos en las redes sociales junto a él, a modo de recordatorio eterno de su infinito agradecimiento. Todos recuerdan a Osvaldo como alguien que supo transmitir alegría, y esa es la herencia más bonita que cualquier padre puede legar.
            Esta es una más de las historias que hacen que el nuestro sea más que un club de fútbol, que sea un hermoso legado familiar, que venga con la genética y que nuestros arrogantes corazones bombeen sangre por la cual corren globos, en lugar de glóbulos. Que se nos ponga la piel de gallina al recordar que aprendimos a caminar yendo al Palacio de la mano de nuestros viejos, o también que recordemos que el globo, por su condición de grande, siempre va a dejarnos expectantes hasta el final, pudiendo torcer la historia con un vuelco repentino, como a Gerardo cuando en el velatorio de su viejo se le presentó un pibe mostrándole orgulloso una pelota de Huracán.
            Ese chico no festejaba Navidad, el día más alucinante de su vida fue el que consiguió la pelota, el día Osvaldo.


Juan Rey, para Revolución Quemera.