Elba subió por la grada de la
Tribuna Bonavena con pasos ágiles, como de costumbre, pensando que le
encantaría ser protagonista de un cuento. Mientras se acomodaba en el lugar de
siempre, las ideas iban entretejiéndose en su cabeza. Su vida era esa, la que
le había tocado gracias a, o por culpa de, vaya uno a saber quién. Un hecho
inmodificable. Lo que trataría entonces, la empresa que llevaría todas sus
fuerzas, sería la de escribir un cuento con tanto ahínco que su personaje se
vuelva real.
El partido estaba por comenzar, cuando Elba decidió que la protagonista se llamaría Romina, y que el escenario sería, justamente, el propio Palacio Ducó.
Romina era una joven que promediaba
los veinte años. Oriunda de Parque Patricios, y estudiante de Letras,
particularmente apasionada de Borges y su construcción de universos paralelos.
Ese domingo, tal y como la tradición familiar indicaba, almorzó ravioles en lo
de su nonna junto al resto de su
extensa familia. Tras el banquete habitual, y el infaltable budín de pan con
dulce de leche y crema, Romina partió junto con su padre, su abuelo, sus tíos y
primos, en sagrada procesión hacia Alcorta y Luna. Controles policiales de por
medio, se encontró en la Platea Alcorta, justo sobre las cabinas de transmisión,
quince minutos antes que comenzara el encuentro. Huracán enfrentaba a Sarmiento
de Junín, en un duelo fundamental para las aspiraciones quemeras de regresar a
la primera división. Los del interior de la provincia bonaerense ya se
encontraban sin chances de acceder a la máxima categoría, pero la particular
contienda del Globo con Independiente por ese último ascenso había tendido un
manto de suspicacia sobre el partido.
No habían transcurrido cinco minutos
cuando una equivocación infantil de la defensa local permitió que Sarmiento se
pusiera en ventaja, y se encargara de aclarar todas las dudas que existían
sobre la posible incentivación, despejando a las tribunas y más allá cualquier
elemento esférico que se acercara a menos de un metro de radio de cada jugador.
En el segundo tiempo, el entrenador
quemero apostó por los juveniles para quemar las naves. Su única esperanza de
ascenso era ganar ese partido, y aspirar a jugar un desempate con el rojo de
Avellaneda. La paridad no llegó hasta el minuto setenta, gracias a un tiro
libre ejecutado a la perfección por el diez. Quedaban veinte minutos para la
hazaña. El público estalló en cantos y arengas, la tribuna pareció cobrar vida
mientras los jugadores trataban noblemente de perforar una defensa cerrada a
cal y canto. Los periodistas partidarios dejaron de relatar el encuentro,
revoleando en círculos su remera por el aire al grito de Daleeeeeee daaaale glooooooo. Hasta Romina estuvo a punto de
sacarse su propia remera, cuando su padre la hizo entrar en razón, y se
conformó con agitar su bufanda. Los meteorólogos luego confirmarían el extraño
acontecimiento que a esa hora, la temperatura en Parque Patricios era quince
grados superior a la del resto de la capital.
Y sucedió lo inexplicable. A los
noventa minutos el tiempo se detuvo. Sí. Como si la tierra hubiera dejado de
girar. Como si alguien estuviera manipulando un control remoto universal y en
ese preciso instante hubiera puesto pausa. Tras una magnífica finta del siete,
túnel incluido, el centro cayó en el área y el delantero centro de Huracán
ensayó una tijera. Pero quedó en el aire. Hasta el viento paró de soplar en el
sur de la ciudad de Buenos Aires. Solo Romina parecía poder moverse, como si el
resto del estadio estuviera congelado. La joven quedó perpleja, nunca había
imaginado algo así. Subió las escaleras, le sacó la boina a un señor mayor que
se encontraba tres filas sobre ella, pero el viejo no se inmutó, ni siquiera
parpadeó. Romina era lo único que existía plenamente en aquel momento, aún sin
lograr comprender si estaba viva o muerta, si eso que le estaba ocurriendo
podía ser real. En esa introspección, por primera vez, Romina fue consciente de
su ser. Rememoró su infancia, su adolescencia, en definitiva toda su vida. Se
dio cuenta que no conocía el dolor, no había visto la muerte de cerca, no sabía
de sufrimiento más que su definición enciclopédica, nunca había tenido un revés
en ningún aspecto, ninguna lastimadura, ninguna enfermedad o dolencia. Romina
concluyó que no existía, que ella no era real, y que era lógica y
filosóficamente necesario que no
existiera, dado que no podía encontrar ninguna prueba que justificara su ser. Sintió
un alivio liberador. Si ella no existía, y era lo único que tenía posibilidad
de movimiento, libertad de acción y de pensamiento, entonces todo el resto del
mundo, o mejor dicho, de su mundo,
por ser lo opuesto a ella, existía. Ella era lo único que no era.
Pero estaba ahí, en la Platea
Alcorta, podía mover sus brazos, sus párpados, podía subir y bajar las escaleras,
podía robarle el micrófono al periodista, pudo sacarle la boina al viejo, y
sobre todo, estaba pensando, estaba siendo consciente, dedujo entonces, que
estaba equivocada en su razonamiento. Que era todo lo opuesto. Que su familia,
sus amigos, los lugares que ella conocía, nada
era ni era posible que fuera. Que hasta ese momento no había sido, y que
había vivido en un mundo de no-seres,
pero siendo un no ser le era lícito
habitarlo, seguir sus reglas y desenvolverse en él, y ahora, por convertirse en
un ser, estaba siendo expulsada de ese universo.
Poco a poco, lentamente, mientras
Romina tomaba conciencia de su ser entre la nada, el estadio se empezó a
vaciar, la gente empezó a desaparecer, los jugadores no se encontraban más en
el campo de juego, y hasta el propio palacio se desvanecía. En su temor al
vacío, en su creciente angustia, Romina decidió que la única forma de
mantenerse viva, de perdurar en el tiempo, si es que podía decirse que hubiera
algo como el tiempo, sería unir todas sus fuerzas para escribir, para crear un
cuento que fuera tan real en el que su personaje llegara en algún momento a
existir.
Entonces Elba se dio cuenta, en
plena tribuna Bonavena, faltando quince minutos para que comience el partido,
que ella estaba siendo contada.
Juan Rey, para Revolución Quemera.