La Última Curda
“Quereme así, piantao, piantao, piantao...
Trepate a esta ternura
de locos que hay en mí,
ponete esta peluca de
alondras, ¡y volá!
¡Volá conmigo ya!
¡Vení, volá, vení!”
Balada para un loco –
Horacio Ferrer
Bajó caminando rápidamente por
Catamarca. En esos momentos una duda súbitamente se planteaba en su cabeza. La vieja
inquietud de siempre, aunque esta vez la
respuesta parecía certera. Se distrajo, por un momento, recordando que esa era
su hora preferida del día: el atardecer en Parque Patricios toda la vida tuvo
ese no se qué. Cierto es que en los últimos años el avance de la tecnología y
la civilización atentaron contra el arrabal, mas no menos cierto es que el
barrio es mucho más que meramente sus edificios. El barrio es la gente. Por eso
le encantaba esa hora del día, en la que religiosamente se juntaba con los
suyos.
Había
pasado un tiempo considerable desde la última ocasión, es verdad, de todas
maneras no creía que ellos le hubieran olvidado. No. Tampoco sabía si se
seguirían juntando los jueves, pero desde hace un par de años su quimera era
volver a verlos, y no conocía otro lugar en el que encontrarlos, así que, hace
unas semanas ya, decidió emprender su…
¿última? campaña, conociendo y considerando los riesgos que implicaba.
La duda volvió, aunque en esta
ocasión no dejó lugar al titubeo. Aquella incertidumbre que se le aparecía como
náusea en sus años mozos hoy tenía una respuesta certera: “Hoy agarro Inclán, por Garay va a estar lleno de gente y en una de esas
me ven”.
No entendía, no lograba vislumbrar
qué le había conducido a terminar así. Probablemente el oficio de ser padre y
madre al mismo tiempo, claro que cuatro hijos no los puede criar cualquiera, y
menos aún con la necesidad de salir a trabajar para mantenerlos. Nunca había
querido pensiones, ni jubilaciones. Era una persona independiente que tomó como
una traición la internación, a la que accedió por poner en riesgo su vida, y
tras una tensa negociación mediante la cual obtuvo el permiso especial para ver
(aunque sea por televisión) los partidos del Globo.
“Van
a estar, lo sé” se dijo mientras doblaba hacia la derecha en la diagonal
cortada. Lo que vendría a continuación no permitía interrogante. “Roberto seguro con un Whisky…El Negro y su
bermú…Roque va a tener un ferné cola…y Marcial ¿seguirá sin tomar?...No creo
que me hayan pedido el Malbec, linda sorpresa le voy a dar a esa manga de
atorrantes”
La última cuadra transcurrió con
excesiva lentitud. Parecía nunca acabar. Sabía que tras la esquina tendría que doblar
a la izquierda y recorrer apenas un par de metros por Chiclana, sin embargo los
nervios le comían la cabeza. El estómago se le retorció, cómo en sus épocas de
joven le ocurría cada vez que veía al amor de su vida. Apoyándose en el bastón
(aquel que hace ya varios años es su tercer pierna) intentó acelerar el paso,
pero el camisolín no le permitía apurarse demasiado. “Tendrías que haber agarrado abrigo…sí claro, ¿Y de dónde lo ibas a
sacar?”. Las primeras luces se encendían, y los autos que pasaban por
Chiclana se sentían cada vez más cerca. La esquina estaba igual, o casi igual ya
que el farol ahora alumbraba. Ya estaba llegando.
Tras larga letanía, por fin entró al
“Café de la esquina”. La ansiedad gobernaba su cuerpo y su mente. Tenían que
estar. Era el día. Y la hora. Llevaba tanto tiempo planeando su huida que no
podía permitirse un fracaso. Escrutó con liviandad las pocas mesas ocupadas,
una pareja haciendo su primer cortejo, una madre con su pequeña hija
probablemente recién salida de la escuela. La televisión en el noticiero,
rezando las inmundicias de la raza humana. Esas eran las cosas que no extrañaba
del “afuera”.
Junto a la pared, a unos metros del
mostrador, su vista se posó en la mesa de siempre. Ocho ojos estaban mirando,
clavados en su persona cual si estuvieran viendo un fantasma. Haciendo un
esfuerzo excepcional para aguzar la vista los reconoce, no tanto por su aspecto
físico, sino por su estampa. Allí estaban sus cuatro amigos incrédulos ante el
espectáculo que los ojos les brindaban. Se acercó y soltó una sonrisa al
reconocer sus tragos, todo era tal y como lo venía imaginando hace varios
meses. Pidió una silla y se sentó, como si el tiempo no hubiera pasado.
“¿Y,
Qué tul? ¿Qué me dicen del Turquito, eh? Un fenómeno.” Fueron sus primeras
palabras. Los interlocutores no llegaron a captar nunca el espectáculo al que
estaban asistiendo, o por lo menos a la vista de quien tuvo la suerte de
presenciar dicha escena y hoy la escribe, ya que luego de la primera reacción
actuaron con total normalidad ante la situación. Sin esbozos de nostalgia, ni
preguntas sobre los años perdidos. Sin comentarios acerca de la vida privada
(qué va, que no es para eso que se juntan, sino para hablar de Huracán), la
charla continuó como si nada extraño hubiese
ocurrido.
Tocaron los temas más candentes,
como de costumbre. La situación institucional, el estado de cada línea del
equipo, las nuevas promesas, las viejas glorias. Sabía que duraría poco, por lo
que estaba capitalizando al máximo el tiempo del que disponía. Disfrutaba, como
lo había hecho siempre, de esas extensas charlas con sus camaradas, de los que
no conocía más que sus nombres.
Por fin llegó lo inevitable. La
sirena se escuchaba cada vez más cerca. Respiró profundamente, intentando
llenar los pulmones para siempre con el aire del café en el que pasó los
momentos más felices de su vida. A través del vidrio vio a su hijo mayor, junto
a tres doctores, dirigiéndose con decisión hacia la puerta. Era el final. Miró
al cielo (raso) y agradeció que los astros se le hayan alineado ese jueves con
la resignación de quien afronta una condena. Antes que le insinuaran nada
rompió el silencio:
-“Ya voy, déjenme terminar el vino”
La
respuesta del hijo no se hizo esperar:
-
“Los señores tienen trabajo más
importante que hacer, apurate Mamá”.
Juan Rey, para
Revolución Quemera.