Anécdotas, historias, cuentos, sensaciones,
vivencias. Como bien saben ustedes, estimados lectores, de eso se tratan estas
previas que hace casi ya un año tenemos el gusto de compartir en Revolución
Quemera. En este tiempo muchos familiares y amigos se han acercado a este
servidor con una inquietud que pareciera sacarles el sueño, me preguntaban (y
lo siguen haciendo), si los hechos en esta columna relatados pertenecen a la
realidad o bien son creaciones literarias, productos artificiales fruto de la
imaginación de quien escribe. La respuesta es bien clara: no tengo ni la más
mínima idea. O mejor dicho, es todo. Sucede que la realidad, mirada desde ojos
distintos, puede tornarse fantástica, por momentos, increíble. Por eso va esta
breve introducción, casi a modo de una invitación a dejar de tratar de
dilucidar la verosimilitud de los relatos, invitación a hacer a un lado, aunque
sea por los breves minutos que toma la
lectura de esta columna, los principios físicos y lógicos que nos gobiernan,
invitación a dejarnos llevar por lo que
leen nuestros ojos, ser parte, y disfrutar de la cotidianeidad en forma de
sencillos relatos, como el que voy a pasar a contarles…
Lunes, 21 15.
Todos conocemos el resultado del partido contra Independiente. La misma
historia de siempre. Que si merecimos ganar. Que si el referí nos bombeó. Que
si tal jugador es un…(completar a voluntad del lector). Que si esta vez es
distinto porque el equipo parece insinuar algo. Que este año estoy seguro que
volvemos.
El caso es que
entre gallos y medianoches, me subo al 28 junto a muchos otros Quemeros que
vuelven a casa aceptando, casi resignados, nuestro destino ineludible,
inevitable de sufrimiento eterno con la bronca a flor de piel.
El crisol
demográfico del ómnibus era bastante particular, variado, por no decir
caricaturesco. Tratando de pasar lo más desapercibido posible me ubico en el
anteúltimo asiento, del lado de la ventana (sí, el de la rueda que te obliga a
viajar con la pierna doblada) y apoyo mi cabeza contra el frío vidrio que divide
ese submundo, que se gobierna bajo su propio reglamento, del exterior.
En los primeros lugares, casi
coqueteando con el conductor, viajan dos señoras entradas en años, aunque
parecieran no haberse dado cuenta de la cruel realidad de que el tiempo pasa
para todos. O eso por lo menos daban a entender sus rulos perfectamente
definidos, sus caras revocadas en maquillaje, sus camisetas de Huracán modelo
2013 y sus calzas estampadas estilo animal
print.
Siguiendo
con el pantallazo, observo al rengo.
Ese que nunca supe cómo se llama, ni él creo que me conozca. Al que veo siempre
haciendo la fila en las ventanillas de cobradores, con las excusas más
ocurrentes de por qué no llega a pagar, pero que en la Bonavena es infaltable.
Un
poquito más acá y parados, aunque sobran asientos, viajan cuatro adolescentes,
entonando nuestros himnos de cancha, golpeando el techo con las manos y
arengando al resto de los pasajeros a imitarlos. Los ánimos no están para
tamaña demostración de afecto, y así también lo entiende el colectivero, quien
decide no reprenderlos y dejar que continúen entonando sus marchas.
Parada,
también, viaja una hermosa familia quemera. El padre flaco, petiso, de barba y
campera de Huracán. La madre más rechoncha, apoyada contra la baranda amarilla
de mitad del colectivo. Y el hijo. El pequeño que todos alguna vez fuimos, el
nene que todos seguimos siendo. Más parecido en lo físico a la madre que al
padre, pero con los ojos de su progenitor. Llorando. Buscando consuelo en el
abrazo de quien tuvo la culpa de hacerlo de Huracán. Seguramente pensando que
si fuera de Boca o de River todas estas cosas no pasarían. Añorando con no ser
el chivo expiatorio de su clase. Anhelando poder cargar a alguno de sus
compañeros, poder vestir una camiseta de la selección que tenga el nombre de
algún jugador de su equipo. Imaginando futuros donde Huracán campeone en Primera. Cayendo, brutalmente, de fauces a la realidad. Se ve que hubo otro que
vio lo mismo que yo, porque antes de bajar del colectivo se acercó, apoyándose
a medias en su bastón, y tras acomodar su boina y su pipa se dirigió al pequeño
diciéndole: “pibe, ser de Huracán es lo
más lindo del mundo. No es fácil, es verdad, pero nadie te dijo que iba a
serlo”
Y así, mientras el chico secaba sus últimas
lágrimas, el hombre bajaba rumbo a su casa, y de fondo seguía escuchándose “Dale Gloooooo Dale Glooooooo Dale Globo Dale
Gloooooooo”
Juan Rey, para Revolución Quemera.