21 años después
21 años habían pasado desde la única gran
alegría. 21 años, y tantos cambios…
Perón ya no
vivía, los militares habían tomado el poder, escribiendo la página más oscura
de nuestra historia, muchos jóvenes habían dado su vida en Malvinas. Luego, la
democracia, la hiperinflación, “la casa está en orden” y finalmente la
convertibilidad, esta nueva panacea que parecía estar funcionando. Huracán
había perdido el campeonato del 76
a manos de Boca, se había ido a la “B” y había regresado
a la “A”. El abuelo Serafín ya no estaba, su hijo ya era abuelo, y sus nietos
ya eran nóveles padres que, si bien no habían conseguido localidades para
asistir a la final, se encontraban reunidos, delante del viejo televisor de la
cocina, comiendo los bizcochos de grasa, como era la tradición.
Ahí estaban el abuelo (mi abuelo)
Luis, quien no sabe de fútbol ni le importa, pero sigue manteniendo la vieja
libreta de socio desde el día de su nacimiento, y mis tíos: Luis (por el
abuelo), tampoco muy interesado por el fútbol pero sin ganas de perderse el
acontecimiento familiar, con mi primo Gerardo de 4 años, Alejandro con mi primo
Pablo de 5 años, Guille, finalizando la carrera de ingeniería y Marcelo, mi
viejo, conmigo.
21 años. Y en ese momento, la
historia podía repetirse. Huracán podía volver a ser campeón de primera
división. Llevaba un punto de ventaja, y consiguiendo apenas un empate en el
Estadio de la Doble Visera se consagraría. Cierto es que el equipo no
demostraba un juego memorable, que se resguardaba por ahí más de lo
necesario…pero a ninguno en esa cocina parecía quitarle el sueño. Podíamos
volver a ser campeones. Como en el 73, cuando el abuelo los había llevado a
Parque Patricios (¡Que contento estaría!), pero ahora Miguelito estaba en el bando de enfrente, y nos podía aguar la
fiesta.
La mesa de fórmica que nos
aglutinaba vibraba por ese tic de
agitar las piernas en situaciones de nervios. Los mates, uno dulce y otro
amargo, circulaban en contramano. Cuando los grasidul se acabaron, no quedó otra que empezar a comer los
bizcochos caseros del abuelo. Las mujeres, mi abuela Haydeé, mis tías María
Inés, Silvina y Estela, y mi mamá, Clara, estaban en el living, bajo estrictas
órdenes de no acercarse. Comenzó el partido.
Creo que fue en el tercer gol de Independiente
que los primos estallamos en llanto. No podía ser. No podíamos perder. Poco
sabíamos de nuestra historia condenada al sufrimiento y al fracaso, poco
entendíamos de destinos y quimeras, pero recuerdo el silencio de esa cocina
como si fuera el día de hoy. Desazón, tristeza, lamento. La memoria del abuelo
todavía fresca, como intentando comunicarse con su prole para consolarlos, para
hacerles entender (¡si él lo sabría!) que Huracán está llamado a la eterna
agonía, pero que resistiéramos, que lo afrontáramos con hombría, que no importan los resultados porque el Globito es más que un club de fútbol, es parte de nuestro ADN, de nuestra
identidad.
Y vino el cuarto gol. Y el festejo,
y Miguelito, que pasó a ser Brindisi, en andas de los de Independiente.
Y todo a la normalidad. Y la tele se apagó, y se cambió la yerba. Y la familia
en el living, y no se tocó el tema, que es sólo futbol (¿es sólo fútbol?). Y
nosotros, que mucho no entendíamos, consolándonos pensando que faltaría poco
para que gritemos campeón. Y todavía seguimos esperando. Y la tarde gris que
caía sobre el residencial barrio de Palermo, y cada familia volviendo a su
casa. Y el que pasaba la puerta de salida golpeándola al compás de “Siempre lo mismo, Huracán”. Y yo mirando
el cielo, por ahí buscando una forma en alguna nube, añorando el futuro o
quizás ya en ese entonces imaginando tus abrazos.
Juan Rey
Juan Rey