martes, 29 de octubre de 2013

La Previa, por Juan Rey

21 años después

21 años habían pasado desde la única gran alegría. 21 años, y tantos cambios…
Perón ya no vivía, los militares habían tomado el poder, escribiendo la página más oscura de nuestra historia, muchos jóvenes habían dado su vida en Malvinas. Luego, la democracia, la hiperinflación, “la casa está en orden” y finalmente la convertibilidad, esta nueva panacea que parecía estar funcionando. Huracán había perdido el campeonato del 76 a manos de Boca, se había ido a la “B” y había regresado a la “A”. El abuelo Serafín ya no estaba, su hijo ya era abuelo, y sus nietos ya eran nóveles padres que, si bien no habían conseguido localidades para asistir a la final, se encontraban reunidos, delante del viejo televisor de la cocina, comiendo los bizcochos de grasa, como era la tradición. 
            Ahí estaban el abuelo (mi abuelo) Luis, quien no sabe de fútbol ni le importa, pero sigue manteniendo la vieja libreta de socio desde el día de su nacimiento, y mis tíos: Luis (por el abuelo), tampoco muy interesado por el fútbol pero sin ganas de perderse el acontecimiento familiar, con mi primo Gerardo de 4 años, Alejandro con mi primo Pablo de 5 años, Guille, finalizando la carrera de ingeniería y Marcelo, mi viejo, conmigo.
            21 años. Y en ese momento, la historia podía repetirse. Huracán podía volver a ser campeón de primera división. Llevaba un punto de ventaja, y consiguiendo apenas un empate en el Estadio de la Doble Visera se consagraría. Cierto es que el equipo no demostraba un juego memorable, que se resguardaba por ahí más de lo necesario…pero a ninguno en esa cocina parecía quitarle el sueño. Podíamos volver a ser campeones. Como en el 73, cuando el abuelo los había llevado a Parque Patricios (¡Que contento estaría!), pero ahora Miguelito estaba en el bando de enfrente, y nos podía aguar la fiesta.
            La mesa de fórmica que nos aglutinaba vibraba por ese tic de agitar las piernas en situaciones de nervios. Los mates, uno dulce y otro amargo, circulaban en contramano. Cuando los grasidul se acabaron, no quedó otra que empezar a comer los bizcochos caseros del abuelo. Las mujeres, mi abuela Haydeé, mis tías María Inés, Silvina y Estela, y mi mamá, Clara, estaban en el living, bajo estrictas órdenes de no acercarse. Comenzó el partido.
            Creo que fue en el tercer gol de Independiente que los primos estallamos en llanto. No podía ser. No podíamos perder. Poco sabíamos de nuestra historia condenada al sufrimiento y al fracaso, poco entendíamos de destinos y quimeras, pero recuerdo el silencio de esa cocina como si fuera el día de hoy. Desazón, tristeza, lamento. La memoria del abuelo todavía fresca, como intentando comunicarse con su prole para consolarlos, para hacerles entender (¡si él lo sabría!) que Huracán está llamado a la eterna agonía, pero que resistiéramos, que lo afrontáramos con hombría,  que no importan los resultados porque el Globito es más que un club de fútbol, es parte de nuestro ADN, de nuestra identidad.

            Y vino el cuarto gol. Y el festejo, y Miguelito, que pasó a ser Brindisi, en andas de los de Independiente. Y todo a la normalidad. Y la tele se apagó, y se cambió la yerba. Y la familia en el living, y no se tocó el tema, que es sólo futbol (¿es sólo fútbol?). Y nosotros, que mucho no entendíamos, consolándonos pensando que faltaría poco para que gritemos campeón. Y todavía seguimos esperando. Y la tarde gris que caía sobre el residencial barrio de Palermo, y cada familia volviendo a su casa. Y el que pasaba la puerta de salida golpeándola al compás de “Siempre lo mismo, Huracán”. Y yo mirando el cielo, por ahí buscando una forma en alguna nube, añorando el futuro o quizás ya en ese entonces imaginando tus abrazos.

Juan Rey