Un obelisco es una construcción
prismática-piramidal monolítica, generalmente hecha de algún tipo de roca. Su
origen data del Antiguo Egipto donde, en honor a los faraones, gobernantes
locales los erigían. Se suponía que cuanto más grande fuera el obelisco, tanto
mayor era la lealtad al hijo del Sol. En otras palabras, obelisco es sinónimo
de adulación, servidumbre, pedantería y sumisión.
En nuestra
Ciudad Autónoma de Buenos Aires también se erigió un obelisco. Fue en el año
1936, con motivo de la conmemoración del cuarto centenario de la primera
fundación de la capital. Es decir, un homenaje a quienes “nos descubrieron”,
nos colonizaron, nos saquearon, nos gobernaron, nos sometieron y nos
esclavizaron. Se inauguró bajo la presidencia del militar Agustín P. Justo, y
la primera remodelación se vio obligado a hacerla el ultra conservador Roberto
Ortiz, en 1938, puesto que se comenzaron
a atisbar desprendimientos de hormigón. Ese mismo obelisco es el lugar donde
semestre tras semestre, miles y miles de simpatizantes se congregan para
celebrar éxitos deportivos de todo tipo.
Nosotros no
festejamos en el obelisco.
Eso es lo que pensaba el lunes 15
de diciembre entrada la madrugada, mientras secaba mis lágrimas sentado en la
ermita de Masantonio. ¿Qué mayor identidad que esta? Que venir a festejar con
Ringo y con Herminio, que festejar en nuestro barrio, donde hay un pedacito,
aunque más no sea, de nuestro ser, de nuestra historia personal. ¿Qué dirían
nuestros abuelos y bisabuelos si nos entregáramos a la fantochada de renegar lo
que es nuestro para caer en lo común?
Volvimos,
y volvimos en la nuestra. Volvimos a
lo grande y como corresponde. Volvimos como los cinco que llegaron a La Habana,
contando que en su ínfima celda se consolaban con la poesía y música del
trovador, cantando que “allá dios, que será divino, yo me muero como viví”. Y
festejamos como corresponde y donde corresponde, como los primos cuando obtuvieron su mayor logro (nada de obelisco, San
Juan y Boedo), y por eso también vuelve el clásico de barrio más grande del
mundo.
Muchos
ganan, muchos vuelven, muchos festejan. Pocos logran diferenciarse, crear un nosequé distintivo, ser ese berretín que
cae con la luna bañando las calles, como diría el gran maestro Horacio Ferrer
(vaya mi humilde homenaje para él). En fin, pocos logran penetrar en la
idiosincrasia cultural de un pueblo, de una ciudad, como lo ha conseguido
nuestro querido Huracán.
Por
ahí el azar haya jugado alguna vez, en algún lugar del tiempo a nuestro favor,
tal vez nuestros fundadores tuvieran la altura de constitucionalistas, o
quizás, simplemente quizás una inevitable e impredecible sucesión de hechos
aleatorios haya llevado a que la historia se desenvolviera tal y como lo hizo.
El caso es que lo peor ya pasó.
El
desafío entonces, amigos quemeros, y por qué no también mi deseo de fin de año,
es abogar por no perder jamás esa particularidad tan distintiva, eso que te
lleva a que cada vez que te cruces con otro quemero por la calle estés obligado
a soltarle un “Qué grande el globito”, eso que te hace alegrarte con sólo ver
una “H” en cualquier pared. Que no perdamos el barrio, la alegría y la fiesta,
que no perdamos el ser pueblo y familia, que no cambiemos la sede por el
obelisco.
Juan Rey, para Revolución Quemera.