Hannah miró a los ojos al pequeño David, y decidió no responderle.
Siempre sintió repulsión por la mirada de su nieto, por esos profundos ojos
marrones que la observan recordándole otros tiempos. Claro está que el niño no
es ni por asomo el responsable de su recelo, y vaya uno a saber dónde habría
escuchado las nefastas palabras que repitió en aquella ocasión, logrando que a
su abuela se le revolviera el estómago.
Ese domingo Hannah había decidido regalarle, por su cumpleaños, dos entradas para ver a Huracán enfrentando a Boca. Ella no es una fanática del fútbol, pero David, a sus trece años, no sintoniza más que canales deportivos. Afortunadamente los grandes tanques de gas ya no se encuentran en las cercanías del palacio Ducó, como cuando se tuvo que mudar, por no poder caminar las calles de su barrio sin una sensación constante de náusea.
Todo sucedió en el “minuto de silencio”. Un minuto que transportó a
Hannah 70 años hacia atrás. Desde sus ubicaciones en la Platea Alcorta, abuela
y nieto fueron testigos de un tremendo acto de violencia, contemplando cómo
supuestos hinchas expulsaban del estadio a tres personas, no sin antes
propinarles una paliza atroz, haciéndolos rodar escalones abajo y atacándolos,
valientemente, diez personas contra una. El pequeño David se estremeció, y de
su boca emergió, inocentemente, la frase desafortunada:
-
¿Abuela,
alguna vez habrá una solución final
para esto?
70 años. Y más también.
En agosto de 1943, la joven Hannah fue trasladada junto a su madre (ama
de casa) y su padre (comerciante comunista), a Sachsenhausen, un campo de
concentración nazi en las afueras de Berlín. La pesadilla duró casi dos años,
durante los cuales su madre desapareció, vio morir de inanición a su padre, y a
ella, apenas una adolescente, le inocularon un sinfín de inyecciones. Cuando
estaba perdiendo no sólo la esperanza de sobrevivir, sino también la fe en Yahvé (cuyo nombre jamás se animó a
pronunciar), hubo un cambio de vientos. Los aliados ganaron la guerra y Hannah
lloró durante una semana, empañando sus hermosos ojos verdes.
Desafortunadamente, la pesadilla no concluyó. Sachsenhausen fue liberado por el
Ejército Rojo, que también dispuso de los prisioneros, y en especial de las
prisioneras, a voluntad.
Ahora su nieto utilizaba aquellas tristes palabras, solución final. En incontables ocasiones ella le había hablado de
la shoá, del holocausto. Le había explicado
que millones de personas habían sido asesinadas, por sus diferencias de
religión, ideología o sexualidad. Pero nunca se había atrevido a repetir esa
frase. A lo largo de su vida intentó olvidar, superar, avanzar, pero pareciera
que los fantasmas del pasado siempre regresan. En ese afán de superación ni
siquiera quiso ir a Nuremberg, a declarar como testigo por ser sobreviviente de
una de las masacres más grandes de la historia de la humanidad, pero las
pesadillas siguen siendo, a sus 85 años, recurrentes. Se despierta a mitad de
la noche escuchando gritos alemanes en su cabeza. Duerme con la totalidad de
las luces de la casa prendidas. Las náuseas son frecuentes, aún en vigilia,
como en ese instante, en ese eterno minuto de silencio en el que su nieto las
hizo aparecer.
Hannah logró acomodarse en su asiento, pero cuando miró a David a los
ojos los fantasmas resurgieron. Antes que el partido comience, vio a su nieto,
flaco, alto y espigado, de tez blanca como el algodón, transfigurarse en aquel
oficial soviético que en 1945, sádicamente, le sujetó las extremidades y el
cuello para que mientras abusaba de ella nunca dejara de observar aquellos diabólicos
ojos marrones.
Juan Rey, para Revolución
Quemera.